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El viejo Santiagón tenía una casa en las afueras del pueblo, con un banco de carpintero y un colchón de virutas en el que dormía. Comer no era problema, con un poco de pan y queso se las arreglaba; el problema era beber. Porque Santiagón acababa borracho todas las tardes. Una vez hizo un negocio excepcional, cuando murió la vieja que vivía en el primer piso de la casa de enfrente de la suya. La buena mujer le encargó que distribuyera todo lo que tenía entre sus nietos y sobrinos. Santiagón lo hizo, y al final sólo quedó un gran crucifijo de madera de casi metro y medio de altura. —¿Y qué hacemos con eso?, dijo uno de los herederos a Santiagón señalando el crucifijo. —Yo creía que tú lo querías. —No sabría dónde meterlo —dijo el heredero—. Mira a ver qué puedes hacer con él, parece muy antiguo... Santiagón había visto muy pocos crucifijos en su vida, pero de cualquier manera estaba dispuesto a jurar que aquel era el más feo que había visto nunca. Se lo echó a la espalda y fue de casa en casa, pero nadie lo quería. Así que se lo quiso devolver al heredero, pero éste se lo quitó de encima diciendo: —Quédate tú con él, yo no quiero saber
nada. Si te dan algo por él mejor para ti. Borracho, Santiagón volvió a su casa con el crucifijo a cuestas. Y así, un día tras otro, en que iba de taberna en taberna. Hasta que, viendo que no lo vendía, se puso en camino de peregrinación a Roma con el Cristo a cuestas. Nadie le negaba un poco de pan y de vino. En un pueblo celebraban un banquete de bodas, y Santiagón se coló y se puso ciego de vino. Cuando empezó a despertar de la borrachera, salió a los caminos con el crucifijo a cuestas. Pero empezó a caer una nevada tremenda y, cuando se quiso dar cuenta, no sabía dónde estaba, se había perdido. Miró al Cristo, apoyado en una roca, y le dijo: En menudo lío os he metido, y estáis todo desnudo, con la que está cayendo... Se quitó el pañuelo del cuello y limpió la nieve que caía sobre el crucifijo. Luego, se quitó su tabardo y se lo puso al Cristo. A la mañana siguiente encontraron a Santiagón, que dormía el sueño eterno, acurrucado a los pies de Cristo. Y la gente no entendía cómo era que Santiagón se había quitado su tabardo para cubrir al crucificado. El viejo cura de la aldea se estuvo largo rato mirando aquella estampa, luego hizo sepultar a Santiagón y mandó grabar sobre una piedra estas palabras: Aquí yace un cristiano y no sabemos su nombre, pero Dios lo sabe, porque está escrito en el libro de los bienaventurados... |
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